El 10 de mayo de 1957 cayó el dictador Rojas Pinilla; al menos eso es lo que se sabe, lo que se repite y es lo que relatan los textos académicos, escolares y algunos con pretensiones históricas. Cayó el dictador, cayó por corrupto, por dictador, porque dejó de funcionarle a la misma oligarquía que lo subió al poder. Eso es lo que se propaga, lo que se recuerda desde la oficialidad, pero en tiempo de búsqueda de la verdad, cuando la sociedad en general empieza a comprender la importancia de recuperar nuestra memoria histórica para configúranos un futuro menos virtual y más real, valdría la pena evaluar ciertos hechos que, alimentados por las ansías de olvido de quienes se han perpetrado en el poder negándose a incluir las voces de las mayorías, incluso de testigos de trascendentales hechos, la Historia oficial ha dejado de lado sin prestarles la menor atención, como si no fuera también a partir de esos sucesos ignorados como se ha construido gran parte de nuestro diabólico presente.
Algunos sectores del país han repetido hasta en cansancio que el único golpe que ha sufrido Colombia había sido el ejecutado por el General Rojas Pinilla, un golpe de opinión como lo sostuvo el liberal Darío Echandía, pero un golpe que al fin y al cabo y como todo golpe militar, permitió el ascenso al poder del General, en un claro desconocimiento de nuestros siempre ignorados principios democráticos. Al cabo de cincuenta años parece entonces que nunca hubo tal golpe y muchos alegan que ni siquiera hubo dictadura, sólo un traslado convenido del poder primero a manos del elegido por la oligarquía, y luego a una Junta elegida transitoriamente por el dictador. Sea como sea, dictadura o no, golpe o no golpe, el pueblo de aquel entonces si se lo creyó todo, creyó que la caída del régimen había sido fruto de las protestas, creyó que con Rojas al fin había cesado la horrible noche como exclamaron dichosos en las calles tras su ascenso, creyó que la paz estaba cerca y que la bota militar lograría lo que la brutal represión y persecución emprendida por gobiernos democráticos contra liberales, campesinos y rebeldes bajo un orden institucional aparentemente legitimado, no había logrado. Y al principio así parecía.
Cuando el general Rojas asumió la jefatura presidencial, el país era devorado por la más sangrienta y brutal violencia imaginable y no imaginable, la siniestra combinación de políticas de tierra arrasada y escuadrones de la muerte forjados desde el mismo Estado, tenían al país aterrorizado. Las comunidades indígenas, como las de los resguardos de Natagaima y Ortega en 1950 habían sido cruelmente asesinadas, en Villarrica, Tolima habían sido fusilados cientos de campesinos, en Yacopí eran más los muertos que los vivos, las comunidades protestantes en la región central del Tolima habían sido perseguidas y sus templos incendiados, se hablaba de más de mil campesinos asesinados en el Líbano y sus alrededores, los ríos se habían convertido en testimonio del horror de aquellos años y transportaban en sus aguas fétidas cientos de cadáveres por los que nadie respondía, la volqueta roja cargada de muertos en los amaneceres del eje cafetero se había convertido en el terror de la región, los llamados chulavitas exhibían con todo sadismo mil maneras de matar causando el máximo dolor posible, y la acción criminal del Estado aprovechaba la situación de vulnerabilidad de aquellas regiones en las que por razones de gobernabilidad y topografía se había hecho imposible la construcción de fuerzas civiles de resistencia organizada, para desplegar todo el horror que fuera capaz de producir.
Los desplazamientos a causa de la violencia eran descontrolados, la acción criminal del gobierno, con sus fuerzas asesinas, jugando un papel similar al de los protegidos grupos paramilitares de la actualidad, se extendía sin control por todo el territorio nacional dejando millares de huérfanos, viudas, resentidos, vengadores dispuestos a todo, campos desolados, poblados arrasados, llanto colectivo y enormes tragedias humanas; pero sólo cuando las fauces de la violencia se sintieron en la capital y fueron incendiadas las casas de Carlos Lleras Restrepo y Alfonso López, el 6 de septiembre de 1952, -siendo bastante recordada la acción de Lleras que desde un tejado retó a los asaltantes a punta de plomo, para luego tener que escapar, esconderse y finalmente optar por el exilio- y también fueron incendiadas las sedes del Partido Liberal y de los diarios El Espectador y El Tiempo, se pudo reconocer la fuerza de la tiranía que estaba gobernando; y la urgencia por propiciar un cambio definitivo se convirtió en tema prioritario en las agendas de políticos y empresarios. Había que bajar al tirano con ínfulas de Hitler bautizado ideológicamente en el franquismo, que se había instalado democráticamente en el poder ante el abrupto retiro de los libértales a falta de garantías democráticas, liderando uno de los gobiernos más sangrientos de toda nuestra sangrienta historia patria.
Y si bien es cierto que tras un año de mandato por razones de salud “el monstruo” tuvo que ser reemplazado en medio de dudosas jugadas por Roberto Urdaneta Arbeláez, y una actitud dubitativa por parte del “Ducce criollo”, Gilberto Alzate Avendaño, quien aún siendo conservador parecía mucho más integro y ecuánime que el mismo Gómez, el ambiente no mejoró ni la violencia logró ser apaciguada, al parecer Laureano Gómez seguía gobernando tras bambalinas y aún cuando el crecimiento de la industria parecía tan imparable como la violencia, quizás como efecto de la libre importación del capital extranjero, la situación social y política del país seguía en picada y se hacía cada vez menos sostenible.
El costo de la vida aumentaba, las represiones a los sindicalistas también, los reportes del Ministerio de Hacienda demostraban que menos del 1% de los declarantes de renta recibían el 45% de los dividendos, el costo de la vida iba en aumentó y las compañías habían creado un fondo reserva para disolver sindicatos, deshacerse de lideres y generar enfrentamientos entre los mismos trabajadores. La mano dura y turbia de Laureano Gómez no estaba funcionando pese a sus constantes y sangrientas acciones. Las guerrillas cada día eran más fuertes, el pueblo las respaldaba y nombres como Juan de la Cruz Varela en el Sumapaz, Juan Franco en el sureste antioqueño, Rafael Rangel en Santander, Saúl Fajardo en Cundinamarca, Jesús María Oviedo más conocido como el “General Maricahi, Leopoldo García, alías “General Peligro”, Hermógenes Vargas alías “General Vencedor”, el legendario Isaura Yosa conocido como “Mayor Lister”, Jacobo Prías Alape apodado “Charro Negro” y otros tantos con su accionar similar al de los héroes de las películas de vaqueros, se habían convertido en verdaderas leyendas populares y en el ideal de muchos jóvenes testigos de esa brutal persecución que desde el mismo Estado se lanzaba contra las mayorías marginadas y los campesinos en todo el país.
En los Llanos tras un triunfo enorme de Guadalupe Salcedo quien con sus tropas rebeldes logró derrotar en Puerto Boyacá el 10 de julio a un fuerte escuadrón militar, fue posible lanzar la proclama sobre la “primera Ley del Llano”, bajo el mando de ejércitos campesinos, la cual se convirtiera en la primera declaración de autonomía regional, sustentada en procesos de transformación social viables y legitimados a través de la realidad que debían soportar los campesinos del país. La organización guerrillera llanera crecía de modo alarmante y con el apoyo del abogado José Albear Restrepo, símbolo de la resistencia de los cincuentas, habían logrado plantear la construcción de un genuino proyecto democrático capaz de sustentarse eficientemente en las más urgentes demandas populares.
Varios campesinos del Tolima que otrora militaran en el Partido Liberal, algunos de los cuales habían participado activamente en las luchas intestinas entre los llamados “limpios” y “Comunes”, cansados y hastiados de tantas promesas y traiciones, empezaron sigilosamente agruparse formulando códigos de comportamiento revolucionarios que evitaran a toda costa caer en las mismas armas de tortura y martirio que empleaban los agentes del estado colombiano. La lucha defensiva por la tierra y por la vida, pronto empezó a ser desplazada por el advenimiento de nuevas necesidades, y a la vez que sostenían acciones defensivas, empezaron a hacer uso de su incomprensible destreza militar, y con un carácter más ofensivo en su lucha comenzaron a atacar resguardos de la policía chulavita, a tomar poblaciones por asalto, a llamar la atención nacional sobre la arbitraria realidad que se cernía sobre la propiedad de la tierra, y con sus justas demandas y sus valientes acciones, poco a poco empezaron a ganarse el apoyo y la estima de la gente, de ese pueblo martirizado y perseguido.
Cuando la realidad nacional anunciaba entonces un desenlace fatal, consumado en una crisis social y política sin precedentes en el país, los conservadores se habían dividido entre alzatistas, ospinistas y laureanistas, la mayoría de los liberales estaban en el exilio, los campesinos en armas y Laureano Gómez ante la desobediencia militar retomó el poder, apareció entonces la esperanza y bajo el lema de “paz, justicia y libertad”, y la promesa de ponerle freno a las guerrillas, de rescatar la regiones destruidas por la violencia, acabar con la anarquía y la brutalidad estatal, el 13 de junio de 1953, el General Gustavo Rojas Pinilla asumió el poder contando con el respaldo que ningún otro gobernante había logrado jamás. A excepción de los comunistas y los laureanistas todos lo apoyaron convencidos de que su paso sería transitorio y pronto todo retornaría a la institucionalidad. De hecho fue a través de un acto legislativo de la ANAC como se estableció inicialmente que Rojas permanecería en el poder sólo hasta el 7 de agosto de 1954.
El mandato de Rojas inició reconociendo a los alzados en armas como fuerzas rebeldes, beligerantes con las cuales era posible negociar, ya no eran apatridas bandoleros. Y al declarar “la patria por encima de los partidos”, hizo un llamado por la reconciliación nacional. Laureano Gómez de inmediato se exiló, otros políticos aseguraban en sus reuniones a puerta cerrada, que de seguro lo podrían manipular, otros tantos miraban con cierto recelo al nuevo gobierno, y el pueblo, que por fin podía regresar a sus tierras usurpadas, volvió a creer en el porvenir.
El General de inmediato decretó una amnistía incondicional y general para lograr el desarme y la desmovilización de los rebeldes en todo el país, ordenó a sus tropas suspender todo ataque militar y con avionetas de bajo vuelo empezaron a enviar mensajes de paz y promesas de garantías a los rebeldes. En los Llanos, donde se encontraban las guerrillas más bravas y organizadas, y además triunfantes tras la celebración de un importante congreso revolucionario, y más preparadas para la guerra que para la paz, recibieron el mensaje con sorpresa y decidieron responder al gesto ordenando también suspender sus acciones militares mientras lograban una justa negociación a sus demandas a cambio de su renuncia a la vida armada. Los alzados del Tolima, Santander, Cundinamarca, Antioquia empezaron a ceder y el despliegue en los medios fue total. Salvo en este último departamento, el líder guerrillero Juan Franco, que había anunciado la disolución de la guerrilla más no su entrega, fue detenido a traición poniendo en grave riesgo el plan presidencial. Sin embargo, el peor momento se vivió cuando la guerrilla de los llanos entregó un pliego de peticiones de 24 puntos para su desarme, y el ejército decidió tomar como rehenes a varios líderes guerrilleros, entre ellos a Guadalupe Salcedo hasta que no se produjera el desarme total de sus hombres. El General Rojas reaccionó hábilmente culpando a los mandos locales, asumió el proceso personalmente y finalmente logró la desmovilización guerrillera. Todos se sintieron complacidos y para la historia quedó la fotografía del General estrechando la mano de Guadalupe Salcedo.
Los campesinos empezaban a confiar en el general; en Yopal Rojas era recibido por los guerrilleros como un amigo, logrando incluso que el mismo Dulmar Aljure, jefe guerrillero de los Llanos orientales, entregara sus armas, así como los jefes del Tolima, “Desquite”, “Sangre Negra”, Noel Lombana alías “Tarzán”, e hizo posible lo que hasta el momento ningún gobierno ha podido conseguir: que Tirofijo aceptara el reto de la paz. Sin embargo la dicha de la paz no duró mucho, y una vez más la violencia se recrudeció en el Tolima, al parecer porque algunos oficiales rebeldes provocaron la violenta reacción campesina y esta vez la respuesta del gobierno no fue mediar, sino declarar varias zonas centros de operaciones militares e incluso bombardear. Muchos alzados retomaron las armas y su vida en el monte y la clandestinidad.
Los tropiezos del gobierno empezaron a manifestarse con mayor nitidez tras su primer año de glorioso mandato, porque si bien se produjeron innumerables avances en materia de desarrollo e infraestructura, las reacciones militaristas a las protestas estudiantiles fueron minando su simpatía y el buen desarrollo de su gobierno. El 8 de junio, conmemorado como el día de los estudiantes, fue asesinado un joven que participaba en la conmemoración del asesinato de otro estudiante muerto durante el gobierno de Miguel Abadía Méndez, y al día siguiente en una nueva protesta, fueron asesinados 8 estudiantes y resultaron heridos varias decenas de jóvenes manifestantes. Esa misma noche el ministro de Gobierno, conocido por sus acciones violentas y extremistas, decidió allanar la casa del Maestro Gerardo Molina y de otros importantes líderes de izquierda, deteniendo cerca de 200 personas y causando enorme indignación, incluso al mismo General, quien culpó de los hechos a agentes provocadores, anunció una investigación que nunca concluyó, y finalmente tampoco destituyó al principal provocador, el ministro Lucio Pabón Núñez.
La prensa que registró el hecho empezó a ser nuevamente censurada, tal como había sucedido bajo anteriores mandatos, primero a través de un pacto de caballeros, según el cual los directores de medios asumirían pasivamente la autocensura, luego condenando a prisión a los periodistas que participasen o apoyasen publicaciones clandestinas, y finalmente optó por cerrar medios de comunicación opositores a su mandato, iniciando con el semanario La Unidad de Belisario Betancur por haber publicado una columna de opinión contra el gobierno nacional. Rojas acusó a la prensa de delinquir sin sanción y con fuero, lanzó un fuerte decreto sobre calumnia e injuria, creó el estatuto de radio para controlar la información noticiosa, intentó controlar los insumos de papel y tras clausurar el periódico Actualidad Nacional declaró que sólo el jefe de Estado representa la opinión pública y por consiguiente es el único autorizado para hablar en su nombre. En 1955 la relación con los medios se tornó aún más crítica cuando Rojas ordenó a todas las emisoras abrir un espacio diario y gratuito para la noticias del gobierno, declaró pena de entre dos y cinco años para los periodistas que difamaran a los militares, ordenó la detención de los editores del Diario del Pacífico, suspendió La República y el Diario del Quindío, y para rematar realizó algunas declaraciones contra la prensa nacional en Quito señalando en ellas una mala intención y deseos de vengar el triste e impune asesinato de unos periodistas en Caldas. El Tiempo que venía denunciado la violencia en algunos departamentos, reaccionó airadamente, luego se negó a rectificar y en consecuencia fue cerrado. El Espectador y los demás medios, que intentaban ser controlados por el oscuro ministro Pabón, quien se paseaba con hombres armados por la rotativas, se vieron obligados a cerrar, a modificar su razón social, y algunas publicaciones internacionales como Visión y Time, fueron expulsadas del país.
La censura recayó especialmente y con toda fuerza sobre aquellos medios que informaron sobre el incidente de la Plaza de Toros, cuando el 26 de enero de 1956, la hija del dictador y su esposo fueron abucheados por la multitud que empezaba a pedir cambios y la salida del dictador alebrestados por la voz de Alberto Lleras Camargo. Una semana más tarde, en otro evento similar, agentes del gobierno esperaron pacientemente la reacción del público y ante las repetidas rechiflas y las enardecidas consignas contra el gobierno militar, abrieron fuego contra la multitud ocasionando al muerte de varios civiles y heridas a más de cien manifestantes. Este hecho que si bien no se puede decir enfáticamente fue ordenado por el General si contribuyó a minar su gobierno, a tal punto que la Iglesia con la que compartía un afán de lucha contra el protestantismo y el comunismo, hábilmente concentrados en la guerrilla para justificar una reacción represiva, se distanció del régimen y ofreció sus servicios a la causa de la resistencia nacional.
Rojas Pinilla era un militar enseñado a la fuerza y la obediencia, eso no se puede negar, y quizás ello explique en cierto modo parte de su autoritarismo torpe y contraproducente, pero tampoco se puede desconocer que bajo su gobierno se lograron enormes avances sociales, como la creación de la Secretaria Nacional de Asistencia Social, SENDAS para ayudar a los damnificados de la violencia bajo la dirección su hija María Eugenia Rojas quien se convirtió en un símbolo nacional y en muchos rincones del país empezó a ser comparada con la mítica Evita Perón en Argentina. El gobierno de Rojas también le concedió personería jurídica a la Central Nacional de los Trabajadores, CNT, el voto a la mujer, inauguró la televisora nacional, construyó la Avenida el Dorado en Bogotá y el aeropuerto de la capital y de Barrancabermeja, fundó el Banco Popular, creó el Instituto Nacional de Abastecimientos –INA-, el Instituto de Fomento Algodonero, aumentó el capital para las cajas de crédito agrarias e industriales, favoreció a los institutos de fomento tabacalero y agrario a través de varios decretos, fundó el Banco Cafetero, el ferrocarril del río Magdalena, nacionalizó Avianca, declaró a San Andrés puerto libre, autorizó la creación de un nuevo impuesto, casi imperceptible, para los sectores más ricos del país, y estableció lo que se llamó la
Que Rojas no quería el poder, dicen algunos historiadores, que lo convencieron, que lo subieron los partidos tradicionales como alternativa para ponerlo freno al derramamiento de sangre que se había agudizado tras el desafortunado gobierno de Laureano Gómez, el monstruo, como le decían, pudiera ser cierto, pero es igualmente cierto que dejar el poder no supuso mayores dificultades ni para él ni para quienes habían decidido expulsarlo del palacio presidencial, y quizás ello explique porque no empleó como argumento en su defensa que la ANAC lo había reelegido el 30 de abril de 1957, porque desde el día anterior había asegurado la lealtad de las tropas, porque él mismo designó la Junta Militar que presidida por el general Gabriel París lo iría de suceder en el mandato mientras se convocaban nuevas elecciones y porque no hizo uso de la fuerza, que bien lo hubiera podido hacerlo, para sostenerse al frente del gobierno nacional y disolver a los manifestantes.
Rojas fue grande en la historia nacional y sin duda, pese a sus desatinos, supo conducir con acierto el destino del país en tiempos de desenfrenada convulsión social. Así mismo es interesante señalar, como en un contexto de dictaduras militares, salvajes y represivas que socavaron los cimientos de las democracias en América Latina, la dictadura militar de Colombia no tuvo mucho que ver con las que afectaron el resto del continente. Rojas estuvo lejos de ser un Videla, un Pinochet, un Galtieri, un Somoza, un Porfirio Díaz, un Fulgencio Batista, un Pérez Jiménez, un Trujillo, un Banzer, un Strossner o un Ríos Montt, incluso se puede afirmar sin temor al equívoco, que en Colombia más violencia, persecución y destrucción se ha vivido bajo regímenes democráticos, basta con ver la actual “dictadura democrática”, que a falta de experiencia o de referentes históricos, no hemos podido reconocer y ni siquiera asimilar correctamente en su basta dimensión.
A Rojas lo subió la oligarquía y lo bajó la misma cuando empezó a parecerles incomodo a sus mezquinos intereses y la repartición burocrática no los satisfacía, cuando el susto de su perpetuación -tras las declaraciones del general París, clamando la permanencia de Rojas hasta 1962-, los hizo reaccionar con la misma fiereza y traición con las que desde siempre han conducido el país. A Rojas no lo tumbaron las declaraciones de Gilberto Alzate Avendaño, quien ante la reelección afirmó que con ella se había expedido el acta de defunción del régimen e igualmente alertó sobre las futuras consecuencias de violencia producto de esa repartición excluyente entre liberales y conservadores que empezaban a formular la dinámica del Frente Nacional. No fueron los estudiantes que utilizados por los partidos salieron a chiflar a María Eugenia o ha realizar marchas de protestas por la recién aprobada reelección del dictador por la ANAC. Tampoco fueron las mayorías populares, incluso en muchos sectores, la figura del General era gratamente recordada y defendida hasta mucho tiempo después de su caída. A Rojas los tumbaron las oligarquías cuando pactaron un sabotaje empresarial y bancario, cuando la Iglesia Católica empezó a desconocerlo, se sumaron a las protestas y la policía torpemente atacó a los feligreses dentro de un templo, cuando Alberto Lleras llamó a una huelga general, y los bancos alentaron a sus trabajadores para que marcharan reconociéndoles sus salarios, cuando desde las casas de los líderes liberales se empezó a llamar a la banca para que no abriera sus puertas, y las denominadas “policarpas”, señoritas de la alta sociedad, salieron a enfrentar los tanques militares. El 10 de mayo de 1957 a la Plaza de Bolívar empezaron a acudir desde las cinco de la mañana, convertibles con chofer, hijos y amigos de los grandes políticos tradicionales, fieles, y escuderos de empresarios y gamonales para pedir la caída del dictador. Sin embargo, ésta sólo se produjo cinco horas después sin derramamientos de sangre y sin mayores traumatismos de los que ya suponía el hecho por si mismo.
La oposición política no había descansado, era evidente, Rojas lo tenía que saber, y aunque el pueblo aún no se había percatado de la inminente y pactada salida del General, ya las cabezas de los principales partidos venían caminando en esa dirección. Alberto Lleras, jefatura máxima del partido Liberal, se había reunido en España con el exiliado Laureano Gómez para sentar las bases de lo que sería después el Pacto de Benidorm, la carta escrita por Alfonso López Pumarejo al partido liberal, en la que incluso planteaba la posibilidad de buscar entre los liberales el apoyo a un candidato conservador con tal de poner fin a la dictadura, y la renuncia de Ospina a la jefatura de la ANAC , además de señalar con total nitidez la pronta imposición de un Frente Nacional, gastador de toda suerte de vicios y anomalías constitucionales, anunciaba la presencia de una fuerte coalición partidista hastiada con el dictador y deseosa por excluirlo del poder y para siempre de la vida nacional. Una oscura coalición que con engaños, impunidades compartidas y una insana apropiación del poder había conducido con innegable precisión el destino de barbarie y sectarismo que padece la Colombia de hoy.
2007
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